Hoy, hace diez años recibí el último abrazo de mi mamá. Después de eso y por mucho tiempo la vida se sintió más pesada. Respirar, decidir, dar incluso un simple paso costaba un poquito más. Es como si la vida tuviera sus propias corrientes invisibles, empujándonos suavemente hacia atrás, haciéndonos sentir que a veces avanzar requiere un esfuerzo extra. Y que, cuanto más intentamos controlar las cosas, más parecen escaparse, resistirse y tomar su propia forma.
Hace 10 años mi mamá murió para nacer en otro lugar. Y, aunque decir diez años parece un montón, a veces siento que es más, que fue hace un siglo la última vez que pude abrazarla y sentir su olor a rosa blanca, bambú y jazmín. Otras veces siento que sigo atrapada en una nebulosa donde el tiempo y el espacio no existen. A veces mi cabeza juega conmigo y por segundos creo que está en uno de sus viajes de trabajo, solo que este está tardando un poquito más. La mayor parte de estos 10 años, honestamente, no supe cómo sentirme. No supe bien dónde acomodar esto que llevo adentro.
Recién hace un año pude realmente sentarme frente a mi duelo. Me permití mirarlo sin miedo, llorarlo completo, en voz alta y bajito, despacio y hasta agotarme. Fue entonces cuando entendí que aceptar que ya no está físicamente no significaba resignarme a sentirla ausente, sino aprender a compartir la vida con ella de otra forma. Nueve años después comprendí que soltar no era olvidarla, sino dejar de desgastarme en batallas imposibles. Comprendí, al fin, que podía seguir amándola desde otro lugar.
Hoy sé que mi mamá no se fue, solo transformó su forma de estar presente. Su energía sigue tan viva como siempre. En los momentos más raros, cotidianos o sutiles aparece en forma de colibrí, mariposa o libélula… y por pequeñas cosas nuestras, ella y yo sabemos que es ella.
“Morir es mudarse a una casa más hermosa; dejar atrás el cuerpo, como la mariposa que abandona su capullo” - Elizabeth Kübler-Ross -
Me gusta pensar que somos polvo de estrellas y que mi mamá regresó a casa, que ha vuelto a su estado más puro, luminoso y libre. Quizá por eso, desde hace un tiempo, tengo esta obsesión por mirar el cielo, por fotografiar la luna; porque de algún modo extraño siento que ella está ahí.
Pero no solo habita en el cielo; también está cuando cierro los ojos y logro escucharla cantar sus canciones inventadas para mis hermanos y para mí . Está en “el pollito a la Tita” que preparo para abrazarle el alma a mi sobrina, o en el quequito de naranja que ahora horneo siempre para ella, aunque sea para alguien más. Sé que dejó pequeñas partículas suyas en nosotros, átomos que de tanto en tanto intento reunir, ordenar y desordenar, con la esperanza de, como dice Gustavo Cerati, pueda hacerla aparecer un día más.
He entendido que nunca perdemos realmente a quienes amamos; su esencia permanece intacta, solo cambia la forma en que volvemos a encontrarnos con ellos.
Quizá ahí esté la clave: aprender a sentir ese amor que nunca desaparece, a vivir desde la certeza de que hay vínculos que ni siquiera la muerte puede romper.
Porque aunque no siempre sepamos cómo acomodar lo que sentimos, está bien así. Lo importante es darnos permiso para sentirlo todo, sin prisa y sin culpa, sabiendo que el amor no muere, simplemente se transforma en algo aún más profundo y poderoso.
Porque quizá amar sea justo eso: aprender a sentir la presencia del otro mucho más allá de los límites del cuerpo y del tiempo.
Un abrazo,
Key